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Un mundo entrelazado


Es bueno respirar hondo, dar un paso atrás para tomar cierta distancia, y recordar que tan solo somos un minúsculo pestañeo en un universo enorme, asombroso y bello.

Allá donde miremos vemos sistemas compuestos por muchos elementos, a menudo muy diversos, interaccionando entre sí a través de una multitud de procesos. Tanto lo inerte como lo vivo, desde lo más pequeño hasta lo más grande en la naturaleza nada está aislado, todo forma parte de un sistema complejo (del latín “con” – completamente y “plexus” – entrelazado).

Un gas, un cerebro, un hormiguero, un banco de peces, la atmósfera, un ecosistema, una sociedad… todos ellos son sistemas formados por múltiples elementos completamente entrelazados. Pese a su disparidad, si se analizan desde la perspectiva de complejidad muestran propiedades y comportamientos coincidentes, algo que no sólo resulta fascinante sino que hace de la complejidad un auténtico sello distintivo del mundo natural. El estudio de los sis

temas complejos arrancó en la física para extenderse por el resto de las ciencias naturales hasta llegar a la sociología. Las sociedades humanas han resultado ser ejemplos casi paradigmáticos de lo que es un sistema complejo.

Deseo, acción, creencia

La vida transcurre entre una concatenación sin fin de deseos materiales, intelectuales y emocionales a veces satisfechos, a veces insatisfechos. Muchos son deseos necesarios por una cuestión de supervivencia, como alimento, abrigo o refugio, otros, siendo accesorios, redundan en nuestro bienestar, y también los hay que obedecen al puro capricho.

Buscando satisfacer cada deseo desplegamos una cascada de acciones que suelen incluir la interrelación con otros. Esta interrelación puede ser directa e involucrar el intercambio de cosas, información y/o sentimientos, o indirecta, como ocurre cada vez que arrojamos CO2 a la atmósfera contribuyendo a acelerar el calentamiento global. En un planeta finito de recursos limitados poblado por ocho mil millones de personas cualquier cosa que hagamos, por insignificante que parezca, puede tener impacto en muchísima gente.

Los individuos no actuamos de forma azarosa o caótica para satisfacer nuestros deseos sino siguiendo estrategias dictadas por nuestras creencias. Aquello de lo que estamos convencidos que es cierto nos sirve de guía para decidir qué acciones podemos tomar, cuáles son las más rápidas, cuáles traspasan la línea roja marcada por los principios éticos…

Las creencias pueden agruparse en dos tipos: intersubjetivas y subjetivas. Las primeras tratan sobre objetos situados más allá de los sujetos; suelen ser razonadas siguiendo las reglas de la lógica e incluso sometidas al método científico para ser ratificadas o rechazadas. Al ser contrastables por distintos sujetos también se las llama “objetivas”. Por su parte las creencias subjetivas conciernen la forma en la que cada sujeto percibe el mundo, y se percibe a sí mismo como parte del mundo. Abarcando desde la cosmovisión metafísica personal hasta las importantísimas cuestiones éticas, este tipo de creencias a veces tratan de fundamentarse con razonamientos aunque a menudo se soportan sobre sentimientos.

De la necesidad de comunicación a la colectivización

El intercambio de información es una pieza básica en la interrelación entre los individuos. Para comunicarnos necesitamos un lenguaje, que se construye sobre una conceptualización de la realidad. La representación mental de cualquier cosa, hecho, sensación, situación, idea, cualidad… se asocia a un concepto que es etiquetado para poder ser compartido entre sujetos. El acto de comunicar se resume en un intercambio de etiquetas (i.e. palabras, sonidos, gestos, miradas…) que hace posible la transmisión de representaciones mentales entre individuos.

Cuando la comunicación trata sobre objetos materiales cuantificables e identificables en el espacio y en el tiempo no hay mucho lugar para las interpretaciones subjetivas, a diferencia de lo que ocurre cuando involucra sensaciones, emociones, sentimientos, cualidades o cuestiones de naturaleza ética. Si conseguimos comunicarnos de una forma más o menos eficiente es gracias a que existe una cierta colectivización de las representaciones mentales. Esta, a su vez, se sustenta sobre algo más profundo y de mayor trascendencia, una colectivización de las creencias. Aunque cada cual vea, sienta, perciba e interprete el mundo y a sí mismo a su manera, hemos sido capaces de colectivizar una amplia base común sobre la que articulamos la comunicación.

Patrones de orden y estructuras de organización

Los elementos que forman un sistema complejo se autoorganizan a escala local a través de una multitud de interrelaciones gobernadas por sus propias pautas y leyes. De esta autoorganización, sin directivas centralizadas, surgen patrones de orden que desarrollan sus propias reglas. Un ejemplo muy visual es el vuelo de los pájaros, del que surge la bandada. Los patrones de orden emergen del nivel básico a través de mecanismos causa-efecto ascendentes. Conforme estos nuevos niveles de orden van tomando forma aparecen flujos causales que corren en la dirección contraria, de arriba abajo (descendente).

En las sociedades humanas del conjunto de acciones locales que emprenden los individuos para satisfacer sus deseos, acciones que requieren de una comunicación, emerge una colectivización de las representación mentales y de las creencias junto a una variedad de estructuras de organización. Estas estructuras surgen de la interrelación local y descentralizada entre los individuos (flujo ascendente), pero a su vez condicionan la forma en la que los individuos se interrelacionan entre sí (flujo descendente). Cuando los flujos ascendente y descendente se acoplan entre sí los sistemas adquieren una extraordinaria resiliencia.

El crítico balance entre egoísmo y empatía

La tupida red que sustenta un colectivo social se teje con los deseos de todos los individuos al entrelazarse entre sí. Los deseos de cada individuo se entrecruzan una y otra vez con los del resto, conduciéndolos a disyuntivas que pueden ser resueltas de manera natural si existe un equilibrio entre egoísmo y empatía. El egoísmo es la tendencia de cualquier individuo a anteponer sus necesidades a las del resto, lo que haría inviable la convivencia si no existiese la empatía, esa extraordinaria habilidad que nos capacita para sintonizar afectivamente con los otros. El egoísmo, ocupado en satisfacer los deseos propios, convive sin dificultad con las necesidades ajenas cuando es canalizado por la empatía.

El desarrollo de una comunicación avanzada se sustenta sobre la empatía. Sin esa capacidad de “ver a través de otros ojos”, cuyo soporte biológico parece encontrarse en las neuronas espejo, difícilmente podríamos intercambiar conceptos, ideas o creencias complejas; la colectivización de las representaciones mentales requerida por una comunicación mínimamente elaborada habría sido inviable.

Al servir de contrapunto a las tendencias egoicas la empatía también permite que los individuos puedan organizarse para cooperar entre sí, favoreciendo la emergencia de estructuras de organización. Aunque la cultura actual enfatiza la competición como el principal mecanismo de progreso, debemos recordar que si el ser humano ha conseguido salir adelante desde que comenzó a caminar por la Tierra hace varios millones de años ha sido gracias a su capacidad para cooperar.

De las estructuras de organización a las jerarquías de poder

En las sociedades modernas observamos un claro desequilibrio hacia el egoísmo en detrimento de la empatía, lo que obliga al establecimiento de toda una panoplia de medidas de carácter coercitivo para proteger la convivencia.

El origen de este desbalance, que viene de antiguo, hay que buscarlo en las numerosas crisis que han debido afrontar los colectivos. Una larga temporada de sequía, la explosión de un volcán, el azote de una pandemia… son muchas y muy variadas las vicisitudes que han enfrentado los colectivos sociales una y otra vez a lo largo del tiempo.

Los colectivos también se han visto tensionados por la propia evolución del ser humano; el continuo desarrollo de nuevas tecnologías ha mantenido a las sociedades en continuo cambio, reinventándose a sí mismas.

Otro foco de numerosas conflictos se encuentra en las diferencias geoclimáticas y de disponibilidad de recursos entre diferentes zonas del planeta. Pueblos que han desarrollado visiones del mundo diferentes, con niveles tecnológicos a distintas velocidades, a menudo se han enfrentado entre sí.

Las crisis son un caldo de cultivo apropiado para que pequeños acontecimientos desaten una avalancha de cambios de consecuencias absolutamente imprevisibles – dinámicas no-lineales – que pueden traer consigo grandes oportunidades pero también terribles calamidades, e incluso conducir a la sociedad a situaciones de no-retorno – irreversibilidad, – dos características propias de los sistemas complejos.

En situaciones de crisis puede ocurrir que un grupo de personas adquiera una posición de ventaja sobre el resto, y dejándose llevar por la ambición consiga reemplazar las estructuras organizativas por una jerarquía de poder ya sea por medio del ejercicio de la violencia y/o mediante manipulación. La sensación de vulnerabilidad y miedo que provocan las crisis ayuda a las flamantes élites a reforzar su posición, sin más que prometer seguridad a cambio de sometimiento.

Ambición, violencia, poder, miedo y sometimiento son los ladrillos con los que se edifican las jerarquías de poder, que se consolidan mediante una transformación de las creencias colectivizadas para adecuarlas a una interpretación de la realidad que de soporte al nuevo statu quo. Más allá del despliegue de métodos coercitivos, incluido el ejercicio de violencia, el verdadero pegamento social que mantiene en pie las jerarquías de poder son las creencias colectivizadas, el imaginario colectivo.

La necesidad de un contrato social

Thomas Hobbes describía al ser humano como un ser mezquino, cuya inclinación natural hacia el egoísmo obliga a la firma de un contrato social entre un pueblo llamado a la confrontación y su soberano, garante de mantener la ley y el orden. Para Hobbes la presencia de una jerarquía de poder absoluto es lo único que permite la convivencia.

Un siglo más tarde Jean-Jacques Rousseau abría la puerta a un nuevo concepto de la política alejado del absolutismo, impulsando la revolución francesa. Rousseau creía que el ser humano es bueno por naturaleza pero no es un ser social; la convivencia con otras personas le arranca de su estado de inocencia natural, corrompiéndole. Para Rousseau la jerarquía de poder, sellada por un contrato social, sigue siendo necesaria para la convivencia, si bien el poder debe recaer en las manos del pueblo a través de la voluntad general.

El ideal de Rousseau sigue sin hacerse realidad. Las revoluciones del pueblo han devenido sistemáticamente en autocracias, y allí donde la democracia ha conseguido abrirse paso el poder político, que el pueblo deposita en manos de representantes, se ha visto subyugado por las élites económicas, el gran poder “de facto” (aunque no el único).

¿Son inevitables las jerarquías de poder?

En los últimos años se han acumulado numerosos indicios que apuntan a que los cazadores-recolectores del paleolítico vivían en sociedades igualitarias, criaban a los niños de manera cooperativa, y proporcionaban cuidados a ancianos y enfermos. El hecho de que fueran grupos pequeños, de apenas unas decenas de individuos, facilita una convivencia pacífica y cooperativa, pero estos estudios nos dejan una nueva visión de nuestros antepasados que rompe con esa imagen brutal de unos individuos que sólo sabían dirimir sus diferencias a cachiporrazos.

Adentrándonos por el neolítico encontramos pueblos que desarrollaron culturas igualitarias y pacíficas en comunidades que llegaron a alcanzar decenas de miles de individuos. En su libro El amanecer de todo David Graeber y David Wengrow hacen un repaso de los descubrimientos arqueológicos más recientes por todo el planeta, consiguiendo desmontar la idea de que todo colectivo social desarrolla jerarquías de poder con altas componentes de violencia.

Una de estas culturas fue la de Cucuteni-Trypilia que se extendió por las actuales Rumania, Moldavia y Ucrania hace unos 6.000 años. Los numerosos asentamientos descubiertos muestran una disposición concéntrica de casas muy parecidas, sin murallas defensivas. No se han encontrado rastros que evidencien la existencia de élites que acumularon riquezas, de esclavos, de ejércitos o de guerras. Las estructuras organizativas, que debieron existir para posibilitar una cooperación eficiente en comunidades que alcanzaron varios miles de individuos y perduraron muchos centenares de años, no se transformaron en jerarquías de poder lo que indica que tuvieron que incluir mecanismos de nivelación para prevenir la desigualdad social y una gestión económica cooperativa.

Tiempos de guerra, tiempos de revolución

Las culturas igualitarias del neolítico fueron desapareciendo de la mano de un auténtico tsunami de cambios que derivó en múltiples crisis. En su lugar surgieron nuevas culturas jerarquizadas y militarizadas, mientras la violencia y las guerras se iban convirtiendo en una constante.

Durante el largo periodo de tiempo transcurrido desde entonces diferentes élites se han ido reemplazando entre sí en el poder de la mano de revueltas y guerras, pero también de los avances en el conocimiento. Junto a ellas han ido evolucionado las creencias colectivizadas, el imaginario que da soporte al sistema. No obstante, la enorme resiliencia de las estructuras jerárquicas de poder les ha permitido seguir marcando el paso a la sociedad global.

Los individuos están expuestos a las creencias colectivizadas durante toda su vida y en todos los ámbitos, muy en particular durante la infancia y juventud que es cuando más moldeables son. A las inclinaciones naturales de cada cual, ya sean de nacimiento o adquiridas como resultado de su experiencia vital, se suman con fuerza las que imprime una cultura social que obliga al individuo a actuar como la sociedad espera.

Pese al enorme condicionamiento al que nos vemos expuestos son muchos los individuos que se han rebelado contra el orden establecido. A veces el detonante es la cuna que a cada cual toca en suerte en la ruleta de los nacimientos; en otras se debe al choque frontal entre la visión del mundo que nos es impuesta, y unas inclinaciones naturales que las circunstancias de la vida van reforzando.

Gracias a esta lucha continuada hemos conseguido avanzar, como muestra que hayamos desterrado lacras tan execrables como es la esclavitud – aunque sólo sea “sobre el papel”, las minas del Congo prueban que los esclavos siguen existiendo. También ha habido un reconocimiento formal de los derechos humanos – aunque se sigan violando día sí, día también, por todo el planeta. Y disponemos de fabulosos organismos internacionales para velar por la paz y la justicia – aunque su capacidad de actuar se vea una y otra vez en entredicho. Como muestra, el horror sin fin en Gaza al que no logran poner término.

Pese a todo avanzamos, aunque de un modo exasperantemente lento. Es humano caer en la desesperación a la vista de las injusticias, del enorme sufrimiento que padecen muchísimas personas, del cauce que están tomando los acontecimientos, y del insoportable cinismo. Y también es humano que esa desesperación conduzca al odio, lo que tan solo sirve para empeorar la situación pues sabido es que el odio es a los problemas lo que la gasolina al fuego.

Para contrarrestar la situación es imprescindible educar en empatía y reforzar los comportamientos solidarios, compasivos. Hemos visto que cuando la empatía tiene la fuerza suficiente para balancear el egoísmo de los colectivos sociales emergen estructuras organizativas que orquestan la cooperación sin transformarse en jerarquías de poder. Y no es solo pura teoría: hubo sociedades en el pasado que lo consiguieron. Recordarlo ayuda a mantener viva la llama de la esperanza, y a desmontar condicionamientos apriorísticos pesimistas.

El código de la geometría existencial

También resulta conveniente, de tanto en cuanto, contemplar la belleza del mundo que nos rodea para sanar el alma. Es bueno respirar hondo, dar un paso atrás para tomar cierta distancia, y recordar que tan solo somos un minúsculo pestañeo en un universo enorme, asombroso y muy bello.

Vernos a nosotros mismos como uno de esos pájaros que vuelan libres en el espacio entre las nubes a los que cantaba Franco Battiato; pájaros siempre migrando para adaptarse a los cambios estacionales de una naturaleza en constante evolución; pájaros de vuelo impredecible que forman entre sí una hermosísima bandada; pájaros completamente entrelazados, pues ese es el código de la geometría existencial.

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