En un post anterior describíamos el idioceno como esa errática época del planeta Tierra en la que unos individuos que se han bautizado a sí mismos como “los sabios” desde el convencimiento de ser extraordinariamente listos, cénit del universo pensante y medida de todas las cosas, parecen haber puesto todo su empeño en completar su gran obra maestra: autodestruirse.
Esta descripción está inspirada en la Guía del Autoestopista Galáctico de Douglas Adams, una insondable fuente de sabiduría a la que volvemos en este post para adentrarnos en el transhumanismo, la religión del moda del idioceno. La Guía ofrece una clara, concisa y acertada descripción de las etapas por las que pasan todas las civilizaciones de la galaxia, que nos ayuda a contextualizar el asunto;
“La historia de todas las civilizaciones importantes de la Galaxia tiende a pasar por tres etapas diferentes y reconocibles, las de Supervivencia, Indagación y Refinamiento, también conocidas por las fases del Cómo, del Por qué y del Dónde.
Por ejemplo, la primera fase se caracteriza por la pregunta: ¿Cómo podemos comer?; la segunda, por la pregunta: ¿Por qué comemos?; y la tercera por la pregunta: ¿Dónde vamos a almorzar?”
No hay que ser muy perspicaz para notar que el idioceno terrestre está en las tres fases a la vez, un peculiar estado de superposición cuántica similar al del extraordinario gato que está vivo y muerto, lo que explicaría buena parte de sus extravagancias.
En la aldea global idiocénica del siglo XXI un porcentaje muy elevado de terrícolas aún están en la etapa del “Cómo”, totalmente ocupados en averiguar cómo llevar un plato de comida a la mesa o cómo pasar la noche sin que les caiga una bomba encima de la cabeza. Esta población no tiene tiempo para elucubraciones, ni transhumanas ni transmarcianas.
Junto a ellos encontramos a los que han sido agraciados por la diosa fortuna, más sonriente con unos que con otros, eso sí, y viven pendientes de innumerables programas de cocina mientras se preguntan por qué unas tortillas de patatas salen más jugosas que otras. Esta población, en la etapa del “Por qué”, incluye algunos individuos particularmente sesudos que también se preguntan por qué sale el huevo de la gallina, la gallina del huevo, y el no saber qué fue primero les genera un auténtico dilema filosófico.
Finalmente, y en pírrica minoría, tenemos a la población en la etapa del “Dónde”. Tras haber recorrido todos los restaurantes tres estrellas Michelin y tres soles Repsol del planeta se aburren, no saben dónde ir. Mal asunto; cuando el diablo se aburre mata moscas con el rabo, y si está absolutamente forrado las mata de tres en tres.
Y dijo Dios: haceos transhumanos
El transhumanismo se ha convertido en el trending topic más cool del idioceno. En esta sociedad digital, fluida, caprichosa, superficial, y nada solidaria, el discurso grandilocuente del transhumanismo es una de esas distracciones que evita que nos enfrasquemos en aburridísimos análisis críticos de los problemas reales. Presente en todos los círculos de moda incluso ha conseguido colarse en la agenda política de numerosos países. Ya hay partidos que se declaran a sí mismos como transhumanistas, al igual que han hecho algunos archimillonarios famosos para marcar tendencia.
El transhumanismo se afianza en la capacidad del ser humano para cambiar el mundo a través de la tecnología, habilidad para la que hemos demostrado un talento innato innegable. Desde que comenzamos a golpear piedras entre sí y a frotar palitos con las manos para encender fuego, la evolución humana ha corrido paralela al desarrollo tecnológico. Lo mucho que hemos cambiado el mundo desde entonces está a la vista de todos, tanto como lo está que nos hemos pasado de frenada…
Pero el transhumanismo va más mucho allá, dando un auténtico salto al vacío al proponer que debemos abandonar la “pasividad del proceso evolutivo darwiniano” para tomar su control. Tenemos que rediseñarnos, aseguran sus proponentes, a mitad de camino entre el entusiasmo y la iluminación. Y nos señalan dos vías: convertirnos en ciborgs, lo que evitaría que las máquinas nos borrasen del mapa como en la Matrix de las hermanas Wachowski o, mejor aún, biomejorarnos hasta transformarnos en dioses. Inmortales, por supuesto. (Lo de la “pasividad del proceso evolutivo darwiniano” merece reflexión aparte)
La pretensión de alargar una vida sin enfermedades hasta llevarla a la inmortalidad colma de dicha al instinto de supervivencia que todos traemos incorporado de serie al nacer. ¡Exactamente igual que hacen todas las religiones con sus promesas de vida en el más allá! Con el transhumanismo volvemos nuevamente al mito, a ese anhelo de trascendencia que se despertó en nuestro interior tras hacernos conscientes de la inevitabilidad de la muerte.
Hablar de inmortalidad cuando no conocemos los detalles del proceso por el que surge la vida desde lo inanimado, cuando no sabemos qué es eso a lo que llamamos conciencia, ni tampoco por qué sentimos, por qué pensamos, o por qué algunos experimentamos una emoción tan intensa al escuchar a Pavarotti cantar Nessum Dorma que se nos remueven las entrañas, es un ejercicio de pura fantasía. Por supuesto soñar es libre, y gratis, pero mezclar ficción con realidad no parece muy prudente en esta época de gran confusión y ego superlativo. Algo que, por supuesto, no preocupa lo más mínimo a los transhumanistas.
En su “Discurso de la dignidad del hombre” el renacentista Giovanni Pico della Mirandola hace una auténtica oda al antropocentrismo que subyace al humanismo clásico: “Tomó (Dios) al hombre y poniéndolo en medio del mundo, le habló así... Tú, que no estás constreñido por límite alguno, determinarás por ti mismo los límites de tu naturaleza, según tu libre albedrío, en cuyas manos te he confiado. Te he colocado en el centro del mundo para que desde allí puedas examinar con mayor comodidad a tu alrededor qué hay en el mundo. No te he hecho ni celeste, ni terrestre, ni mortal, ni inmortal, a fin de que tú mismo, libremente, a la manera de un buen pintor o un hábil escultor, remates tu propia forma”.
Hijo aventajado aunque algo díscolo del humanismo, el transhumanismo sigue al pie de la letra este mandato divino lanzándose con entusiasmo a determinar por sí mismo los límites de su naturaleza y rematar su forma, a escalar de lo humano a lo transhumano. El mismo ser que ayer creía haber sido hecho a la imagen y semejanza de un Dios divino y hasta trino, hoy emprende su camino para convertirse en Homo Excelsior, el nuevo ser supremo del universo.
La crisis de no saber lo que se quiere
El transhumanismo puede verse como la religión laica de moda pero, también, como un producto de la eterna insatisfacción generada por una sociedad experta en crear deseos con los que empujar la rueda del consumo. En esta línea Antonio Diéguez reflexiona sobre el pensamiento de Ortega y Gasset en su libro sobre el Transhumanismo, en particular sobre lo que este llama la “crisis de los deseos”: ¿sabemos realmente lo que queremos? Yendo un paso más allá Harari nos habla de un "imperativo del mejoramiento" que estaría presente en nuestra especie, un ímpetu que podría llevarnos a mejorar nuestros deseos. Y es que, según Harari, la verdadera pregunta que se nos plantea es: ¿qué es lo que queremos desear?
En el idioceno hay individuos cuyo único deseo es que no vuelque la barcaza desvencijada en la que navegan huyendo de la guerra, truncándoles la vida incluso antes de llegar a la mayoría de edad. Mientras tanto, otros individuos andan atareados tratando de averiguar qué es lo que quieren desear; por gigantesca que sea la industria dedicada a inventar cosas apetecibles, la oferta se acaba pronto para el sector más acomodado de nuestra tecnificada sociedad, y el nihilismo en el que viven instalados los arroja a una “crisis de los deseos” que azota con tanto fuerza como el hambre a los más pobres. Así de extravagante y ruin es esta época.
El transhumanismo es una religión–divertimento que ayuda a sofocar la crisis de los deseos que padecen los que viven en la etapa de Refinamiento, que también sirve para mantener entretenido al colectivo en la etapa de Indagación, siempre presto a organizarse en hinchadas para tomar partido a favor o en contra de-lo-que-sea e incluso a conseguir fondos para investigarlo. El transhumanismo es una distracción que detrae la atención de lo verdaderamente urgente: que nadie de los que están en la etapa de Supervivencia se acueste con el estómago vacío.
Puestos a hablar de deseos, no menos deseable sería que el sapientísimo sapiens tratara de contener sus tendencias suicidas poniéndose manos a la obra a combatir el calentamiento global, a frenar y revertir la degradación medioambiental, y a reflexionar sesudamente sobre cómo resolver sus disputas sin necesidad de llegar a las bombas. Asuntos estos de gran interés que nos conciernen a todos.
De la irritación a la preocupación
La biotecnología, nanotecnología, neurociencia, ingeniería genética... o cualquier otra tecnología aplicada a la medicina ayuda a “igualar” a las personas pues contribuye a derribar los obstáculos que dificultan la vida de los enfermos y de los que padecen alguna discapacidad. Todo lo contrario de lo que ocurriría de aplicarse a un incierto mejoramiento humano según propone el transhumanismo, mejoramiento aún por concretar a la espera de que se resuelva la “crisis de los deseos”.
El transhumanismo resulta muy irritante por los recursos intelectuales y materiales que consume, recursos de los que no vamos precisamente sobrados y que, en buena medida, son públicos, pues utiliza la máscara humanitaria para pasar el platillo y conseguir fondos. Pero que nadie se confunda: el objetivo del transhumanismo no es ayudar al que le falta una pierna o tiene algún daño cerebral, su propósito es convertir al Homo Sapiens en Homo Excelsior. Biomejorarnos, hasta llevarnos al olimpo de los dioses. Alabado sea.
Llegados a este punto la irritación deja paso a una profunda preocupación. Lanzarnos a la aventura de biomejorarnos fragmentaría la sociedad global de una forma casi irreversible. Sin ningún lugar a dudas el nuevo criterio por el que nos segregaríamos sería el nivel de biomejoramiento, nivel al que, para sorpresa de nadie, se accedería a golpe de talonario. Prefiero no imaginar cómo sería una sociedad de “transhumanos biomejorados” en distintos niveles de “bioperfección” conviviendo con humanos corrientes y molientes. Ya me parece suficientemente distópico el idioceno tal y como es.
Por el momento la única hibridación conocida del sapiens con el mundo digital, y más concretamente con esas barras de cuñados vocingleros que son las redes sociales, es el extraordinario torpígrado del que ya hemos hablado anteriormente. La evolución del torpígrado, con su legendaria resistencia al conocimiento, parecería un extraño atajo en el camino hacia la gloria prometida, pero nadie dijo que la gloria haya sido prometida a todos. El hecho de que los nuevos señores feudales del salvaje mundo digital, dueños absolutos de sus algoritmos, se cuenten entre los principales proponentes del transhumanismo a la vez que simpatizan con ideologías extremistas / supremacistas, se afanan en la construcción de búnkeres y hasta hablan de establecer colonias en otros planetas da un poquito que pensar...
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