
La misma estirpe que ayer prendía fuego a la hoguera donde ardió Bruno, hoy lapida en las redes a Manuel.
17 de febrero de 1600. Giordano Bruno era quemado vivo en una hoguera en el corazón de Roma, en Campo de' Fiori, en el lugar donde hoy en día se erige una estatua que es visita obligada de los auténticos librepensadores. Bruno había sido condenado por el tribunal de la inquisición por hereje, por tener el atrevimiento de proclamar que el Sol es una estrella más entre muchísimas otras en un universo poblado por una infinidad de mundos habitados por personas y animales, y por decir que Dios lo es todo.
Algunos años más tarde Galileo también era juzgado por el tribunal de la inquisición encabezado por el temible cardenal Belarmino, el mismo que había llevado a Bruno a la pira. Galileo tuvo más suerte; su defensa del heliocentrismo, del que cuentan las crónicas que tuvo que retractarse durante el juicio, cambió la condena a la hoguera por un arresto domiciliario de por vida.
Bruno y Galileo ni han sido los únicos, ni los primeros pensadores mártires de la violencia de la sinrazón; algunos siglos antes la gran Hipatia de Alejandría había perdido su vida de una manera atroz a manos de una turba enloquecida por permanecer fiel a su visión del universo.
La fidelidad a la libertad de pensamiento, y de sentimientos, siempre ha pagado un alto precio. Y lo sigue haciendo.
¿Qué es eso que llamamos realidad?
Los seres humanos navegamos por las aguas turbulentas de la curiosidad innata, la zozobra que nos genera la ignorancia, y la necesidad de aferrarnos a certezas pues la incertidumbre es algo con lo que nos manejamos francamente mal. Queremos saber por qué de una semilla nace un árbol, qué son esos puntitos brillantes que iluminan el cielo nocturno, qué debemos hacer si nos resfriamos… al igual que también nos preguntamos dónde estábamos antes de nacer (si es que estábamos en alguna parte), donde iremos tras la muerte (si es que vamos a algún sitio), y cuáles son las fuerzas y poderes responsables de que las cosas sean como son.
Es en esta necesidad de saber grabada en nuestro ADN, en esta urgencia por encontrar respuesta a las numerosas preguntas que martillean nuestra cabeza, por encontrar refugio donde consolarnos frente a las mil y una incertidumbres que nos generan zozobra, donde entran en escena la religión, la filosofía y la ciencia. ¿Qué es este mundo en que vivimos? ¿Cómo funciona? ¿Cuáles son sus leyes? ¿Hay algo más allá de lo que podemos ver? También nos preguntamos por el origen del sufrimiento y cómo podríamos escapar de él, tal y como hizo el Buda hace 2.500 años. En definitiva, buscamos saber qué es eso a lo que llamamos “realidad”, cuál es su verdadera extensión y naturaleza, y cuál es nuestro papel en ella.
El concepto “realidad” ha suscitado desde antaño un apasionado debate filosófico inconcluso (no podría ser de otra manera) pero extraordinariamente fértil, que ha trascendido lugar y época. Por su parte, las tradiciones abrahámicas entre otras separan la realidad en dos reinos diferenciados: el reino de lo divino, en cuyo centro se sitúa un Dios que es trascendente, y el reino de lo humano, su creación. Es en la forma de imaginar el reino de lo divino y cómo éste se relaciona con el humano donde encontramos las principales diferencias entre las distintas doctrinas.
También desde el panteísmo (del griego πᾶν (pan), “todo” y θεός (theos), “Dios”) se ha abordado el concepto realidad desdoblándolo en una dualidad, pese a que la base de su cosmovisión sea un monismo. Baruch Spinoza fue uno de sus grandes exponentes; enmarcado en el racionalismo emergente del siglo XVII, este judío neerlandés fue expulsado de su comunidad por sus ideas panteístas, convirtiéndose en una víctima más de los que sancionan la libertad de pensamiento, aunque su castigo fuese mucho menos terrible que el que sufrió Bruno. Baruch igualaba a Dios con el universo, englobando en un único concepto la totalidad de la realidad. No obstante, en su obra diferencia entre lo que denomina natura naturans, la naturaleza creadora o el Dios que crea la realidad, que es inmanente a la natura naturata, la naturaleza creada o manifestada. Otro judío de épocas más recientes que revolucionó la física, Albert Einstein, al ser interrogado sobre sus creencias decía “creer en el Dios de Spinoza”.
Al igual que ocurre con las religiones teístas, el panteísmo se ramifica en una variedad de formas y expresiones siendo común a diferentes tradiciones orientales como el Vedanta Advaita, una de las seis escuelas ortodoxas del hinduismo, el budismos o el taoísmo, tradiciones que han tenido una considerable influencia en muchos filósofos occidentales de la talla de Leibniz, Hume o Schopenhauer. El budismo, haciendo gala del pragmatismo que le caracteriza, aborda el concepto “realidad” dividiéndola en dos ámbitos diferenciados, uno al que llama “realidad última”, objeto de estudio de la metafísica, al que distingue de la “realidad convencional”, el mundo en el que vivimos aquí, y ahora. Son el equivalente al natura naturans / natura naturata de Spinoza.
No sólo es lícito sino inevitable para cualquiera de mente inquieta devanarse los sesos divagando sobre la naturaleza de la “realidad última”, equivalente al “reino de lo divino” de las religiones teístas, ya sea a través de la razón, de la introspección meditativa o de la fe. Como señala la llamada “filosofía perenne”, en este empeño encontramos extraordinarias percepciones comunes, transversales a lugar y tiempo, tanto entre las tradiciones encuadradas en el panteísmo como con algunas ramas místicas de las religiones teístas. Estas percepciones conviven con otros posicionamientos diferentes entre los que se encuentra el de los ateos fisicalistas que niegan la existencia de la “realidad última”, restringiendo la realidad al “reino de lo humano” o “realidad convencional”. A la natura naturata.
Juan Ramón Jiménez, el poeta que narró la vida del dulce Platero, el inolvidable burrito pequeño, peludo y suave cuya muerte hemos llorado todos los niños pese al consuelo de saber que nos mira desde el cielo (“Platero, tú nos ves, ¿verdad?”), nos legó su personal visión de panteísmo y amor; “El campesino español es panteísta y místico (…) Ama a su tierra, su agua, su aire, su fuego elementales, y concierta, en este amor constante, la piedra y el azul con su vida”
Otro andaluz universal, Antonio Machado, nos muestra su pensamiento a través de la metafísica panteísta de Juan de Mairena, inventor de una máquina de cantar; “Dios no es el creador del mundo, sino el ser absoluto, único y real, más allá del cual nada es. No hay problema genético de lo que es. El mundo es sólo un aspecto de la divinidad; de ningún modo una creación divina. Siendo el mundo real, y la realidad única y divina, hablar de una creación del mundo equivaldría a suponer que Dios se creaba a sí mismo. Tampoco el ser, la divinidad, plantea ningún problema metafísico. Cuanto es aparece; cuanto aparece es”.
Hasta donde alcanzo a recordar yo he sido siempre panteísta, y he visto en el Amor el fundamento ontológico de la realidad última, que se desdobla de manera inmanente en conciencia y sentimiento para experimentarse a sí mismo en la realidad convencional. La cosa es bien simple: no hay amor si no se ama, ni se ama si no hay amor. Y el amor existe, es real, como cualquiera que haya tenido la fortuna de experimentarlo sabe.
Necesidad, ignorancia y oportunismo
Necesidad, ignorancia y oportunismo han sido la triada que ha esclavizado a los pueblos desde la antigüedad. Los poderes han buscado la alianza de las altas instancias religiosas para mantener su statu quo, una situación que comenzó a quebrarse con el avance del conocimiento al mostrarnos que la realidad convencional, el reino de lo humano, está regida por las leyes de la física, la química y la biología, leyes que podemos descifrar sin más que emplear a fondo la razón. Galileo, un devoto católico, legó a la posteridad una frase lapidaria contra el antiintelectualismo: “No me siento obligado a creer que un Dios que nos ha dotado de inteligencia, sentido común y raciocinio, tuviera como objetivo privarnos de su uso”.
El estudio de la realidad convencional nos ha llevado a disfrutar de un marco de conocimientos progresivamente más detallado, un marco en el que vamos encajando todo aquello que observamos a nuestro alrededor que incluso nos permite hacer predicciones de lo que está por ocurrir, o de lo que podría suceder bajo determinadas circunstancias. La elaboración de este cuerpo de conocimientos no habría sido posible de no haber dispuesto de un método de trabajo que nos ofrece garantía de objetividad al sostener la validez de las ideas que se proponen sobre experimentos reproducibles, un método que obliga a cuantificar el grado de adecuación de estas ideas a la realidad observada, convirtiéndose en la piedra angular de la gran aventura del saber humano. Aunque la paternidad del método ha sido atribuida a Galileo, encontramos trazas de esta metodología basada en la experimentación cuantificada varios siglos antes, durante la llamada edad de oro del islam, en el proceder de científicos como el gran físico y matemático Alhazen cuyas obras fueron referenciadas por Galileo y Newton entre otros científicos de épocas posteriores.
La difusión del conocimiento fue debilitando los cimientos donde se soportaban los antiguos mitos, unos mitos que mezclaban deliberadamente las realidades convencional y última, el reino de lo humano y el divino, con el único objetivo de mantenernos encadenados a una Matrix al servicio de unos pocos. Al resquebrajarse el antiguo cuerpo mítico hemos experimentado una suerte de transición de fase; mientras el poder de la aristocracia era arrebatado por las nuevas élites financieras, los antiguos mitos eran sustituidos por otros cuyo arraigo ha exigido una estrategia diferente: la utilización, perversa y malintencionada, de bulos y mentiras que confunden y atrapan a la gente en una telaraña, hasta provocar una severa disonancia cognitiva-emocional.
Entre estos mitos de nueva hornada destaca el que asegura que la ciencia ha demostrado que no existe Dios, que no hay “realidad última”, que la natura naturans es una patraña. Esto ha llevado a muchos ateos fisicalistas a creer que ellos no son creyentes, que ellos “saben”, lo que ha hecho que muchos se dejen llevar por la arrogancia situándose sobre un pedestal desde el que miran con desdén al resto. ¡Qué equivocados están! Si de algo podemos estar seguros es de que no es posible aseverar nada sobre la “realidad última”, el “reino de Dios” o como cada cual quiera llamarlo, en base a datos o hechos etiquetables como científicos y objetivos. No podemos afirmar su existencia y el origen de su naturaleza, como tampoco, correspondientemente, podemos afirmar su inexistencia. Todos somos creyentes a excepción de los agnósticos, que se abrazan a la sabiduría socrática para confesar que sólo saben no saber nada.
Son muchos los grandes científicos de todos los tiempos que han dejado clara su postura al respecto. Transcribo aquí alguna reflexión lapidaria;
“Otra fuente de convicción en la existencia de Dios, conectada con la razón y no con los sentimientos, me impresiona al tener mucho más peso. Ésta se deduce de la extrema dificultad, o más bien imposibilidad, de concebir a este universo inmenso y maravilloso, incluyendo al hombre con su capacidad de mirar lejos hacia atrás y lejos hacia el futuro, como resultado de la mera casualidad o necesidad. Con estas reflexiones, me siento obligado a mirar hacia una Primera Causa con una mente inteligente – en cierta medida análoga a la del hombre – y merezco ser llamado teísta”. Charles Darwin.
“¿De dónde vine, a dónde voy? La ciencia no nos puede decir una palabra acerca de por qué la música nos deleita, por qué y cómo una vieja canción nos puede hacer soltar lágrimas. La ciencia también es reticente cuando se trata de una pregunta sobra la gran Unidad – el Uno de Parménides – de la que todos de alguna manera formamos parte, a la que pertenecemos. El nombre más popular para ella en nuestro tiempo es Dios. ¿De dónde vine, a dónde voy? Esa es la gran e incomprensible pregunta, la misma para cada uno de nosotros. La ciencia no tiene respuesta”. Erwin Schrödinger.
“En la historia de la ciencia, desde el famoso juicio a Galileo, se ha afirmado reiteradamente que la verdad científica no puede reconciliarse con la interpretación religiosa del mundo. Aunque ahora estoy convencido de que la verdad científica es irrefutable en su propio campo, nunca he encontrado posible desestimar el contenido religioso simplemente como parte de una fase pasada de moda en la conciencia de la humanidad” “El primer trago del vaso de las ciencia naturales te convertirá en ateo, pero en el fondo del vaso Dios te está esperando”. Werner Heisenberg.
Manuel
Hace unos días se hacía viral el vídeo de un chiquillo jerezano de 12 años que canta como los ángeles, que era lapidado por la santa inquisición de las redes, por los nuevos Torquemadas y Belarminos, por la misma estirpe que descuartizó a Hipatia y llevó a la hoguera a Bruno. ¿El pecado de Manuel, que es como se llama el niño? Cantarle una saeta a un Cristo. “Ya hay que estar muerto por dentro para poner en el disparadero a un niño” escribía Santi Gigliotti en un soberbio artículo que daba la voz al pueblo andaluz, un pueblo manso, tristemente acostumbrado a que le apaleen, que esta vez se ponía en pie unido para decirle a los miserables: hasta aquí. “Se acabó”, que cantó nuestra María Jiménez.
Andalucía es una síntesis milenaria de culturas que han ido cimentando su riqueza y profundidad, de una complejidad tal que a menudo nos sobrepasa a los que la hemos mamado. Una parte del alma andaluza se ha forjado entre Madrugás de pueblos y barrios populares, noches perfumadas de azahar envuelto en incienso conmovidas por la voz de los capataces antes de la levantá, “vámonos con Ella al cielo, valientes”, noches enamoradas del quejío de la saeta que quiebra el silencio para traspasarte las entrañas, “coplas disparadas a modo de flechazos contra el empedernido corazón de los fieles” que escribió Machado.
La Semana Santa andaluza es una celebración católica cuya fuerza le hace trascender su ámbito para convertirse en una celebración del Amor, un amor que es canalizado a través de la belleza de la imaginería, de las múltiples fragancias, de los sonidos, de los sentimientos que desbordan las calles, del poderoso embrujo de la noche andaluza. Somos muchos los andaluces que, sin ser católicos, no sólo disfrutamos de la fiesta sino que nos integramos plenamente en ella. Comprendo que esto sea algo difícil de entender por quienes no lo han vivido, pero hacer burla de lo que no se entiende es, simple y llanamente, ruin.
Un año más hemos tenido que aguantar la mofa, el desprecio a los sentimientos ajenos, el aire de superioridad mal disimulado de quienes se creen en el derecho de decir a los demás cómo tenemos que vivir nuestra vida desde el desdén del pormishuevismo por todo argumento. ¡Qué paradoja! Los mismos que denuncian el deterioro de la salud mental y el aumento de los casos de bullying hacen burlas de un chiquillo que no ha hecho mal a nadie; los mismos que se dan golpes de pecho presumiendo de su progresismo se mofan de que paseemos a los “muñecos” sin importarles un bledo el daño que puedan estar haciendo con su burla, mientras se atreven a decir que las procesiones tienen que salir del ámbito público creyéndose los dueños de nuestras calles.
El mundo atraviesa muchos problemas, aunque ninguno es tan preocupante como la epidemia de odio que lo sacude, veneno de un alacrán a punto de clavarse su propio aguijón. El odio se alimenta de las fobias al diferente que crecen en el jardín de los supremacismos, corriendo en todas las direcciones pero, principalmente, de norte a sur.
Lo que falta en este mundo es humildad e inocencia, como la de Manuel cuando le canta a su Cristo. Y lo que sobra es la soberbia de los que desahogan las frustraciones de su mediocridad lapidando a un niño.
Interesante y profunda reflexión sobre religión y ciencia. Más que un debate es la esencia del ser humano y aunque algunos creen que son ámbitos del conocimiento o del "ser" inconmensurables yo creo que no. El peligro y el mal lo constituyen las religiones institucionalizadas que como cualquier ideología nos pueden "encerrar"y esclavizar espiritualmente.No me olvidó del animismo que profesan y procesaban muchas culturas como una especie de panteísmo menos elaborado tan respetuoso con la naturaleza.
ResponderEliminar