
La absoluta desvergüenza con la que navegan algunos narcisistas instalados en el poder genera fascinación. Quienes hemos sido educados en la compostura, la honestidad y el respeto hacia los demás contemplamos con estupor cómo el nuevo concepto de “libertad” pisotea con desparpajo eso que llamábamos la buena educación. El asombro se transforma en admiración entre los más jóvenes, los frustrados, los ambiciosos, o entre aquellos cuya ignorancia ha sido empoderada, convirtiendo la vida pública en un gigantesco guiñol cuyos títeres son manejados con habilidad por el poder. Por el verdadero poder, el “fáctico”, ese que se mantiene a la sombra mientras delega el día a día en el sacerdocio gobernante delineándole con precisión los márgenes de actuación, a la vez que paga los sueldos de una buena parte del cuarto poder para que mueva los hilos de las marionetas al son que les van tocando.
En 2016 Trump fanfarroneaba asegurando que “podría disparar a gente en la Quinta Avenida y no perdería votos”. Muy probablemente no se equivocaba. A este lado del Atlántico contemplamos con estupor cómo los alumnos aventajados de la escuela trumpista parecen ganar votos de flamantes “librepensadores” cada vez que un escándalo les salpica. Cuanto más descarado es el escándalo mayor es la chulería con la que contestan, y más enfervorecidos los aplausos de sus simpatizantes. O más bien habría que decir, de sus fanáticos. Un fraude a hacienda confesado por el defraudador no se “disculpa”, se celebra. Y es que, ¿qué es la hacienda pública sino un invento socio-comunista-bolchevique-bolivariano para robar a esa “estirpe de los libres” que se reproduce como las esporas por Europa, mientras va señalando con el dedo acusador a inmigrantes, ecologistas, feministas o cualesquiera otras minorías étnicas o religiosas como culpables de todos los males?
Resulta descorazonador contemplar a la sociedad despojarse de cualquier atisbo de ética para lanzarse con entusiasmo a chapotear en las aguas nauseabundas de la indecencia. Para rizar el rizo, lo hace en mitad de una crisis climático-ambiental de pronóstico sombrío, que exige altas dosis de cohesión social y generosidad por parte de tod@s como requisito imprescindible para poder ser encarada con una mínima garantía de éxito.
El jardín de las delicias
En el Museo del Prado se exhibe una de las obras más conocidas y misteriosas del pintor neerlandés Jheronimus Bosch el Bosco, El Jardín de las Delicias, un tríptico fascinante pletórico de pequeños detalles simbólicos.
La escena de la izquierda muestra el Paraíso en el último día de la creación, con Dios, Adán y Eva rodeados de plantas y animales en mitad de un paisaje dibujado en tonos verdes y azules. A pesar de su apariencia idílica hay detalles que generan desasosiego, que han sido interpretados como símbolo de la tentación que está presente en la escena, del pecado en estado latente. Entre ellos destaca la serpiente que se enrosca alrededor de la palmera – el árbol del bien y el mal, o las imágenes de algunos animales devorando a otros.
En la escena central contemplamos un extravagante jardín repleto de figuras. Es el Jardín de las Delicias que da nombre al tríptico, un jardín en el que los pecados capitales son celebrados en la peculiar cabalgata que rodea al estanque central. La humanidad, frágil, ha sucumbido a la tentación entregándose a la lujuria. El pecado es omnipresente.
La escena de la derecha representa al infierno, en el que hombres y mujeres son castigados por los pecados cometidos.
El pecado es el hilo conductor de un tríptico que puede leerse de manera secuencial. Latente en el paraíso a través de la tentación, tras sucumbir al pecado hombres y mujeres se adentran en un jardín para disfrutar de un placer tan efímero como frágil, que los conducirá al infierno donde serán castigados.
El bazar de las inmundicias
La obra moralizante del Bosco vuelve a estar de rabiosa actualidad sin más que reinterpretar su simbolismo de manera acorde a los tiempos, y llamar a cada escena con nombres contemporáneos.
A la izquierda tenemos la democracia, ese paraíso con el que hemos soñado durante los últimos siglos y al que se le ha dado un apellido particularmente bonito: “estado social del bienestar”. Derechos humanos, bien común, libertad e igualdad son promesas que han sonado como música celestial para los oídos de los europeos mientras se lamían las heridas de la gran guerra en dos capítulos que inundó de sangre el continente. Pero el bienestar ha sido, sobre todo, material. Coches, aviones, lavadoras, frigoríficos… La verdadera promesa era la del progreso material, un modelo de vida basado en el consumo creciente que llevaba consigo el pecado en estado latente, al haber hecho de la ambición, el imperativo de la excelencia y el triunfo sus nuevos principios éticos. Y no sólo latente: los europeos han reconstruido su palacio con riquezas que vuelven a ser robadas a países inmensamente pobres desde parámetros financieros, e inmensamente ricos en recursos.
El cuadro central es el bazar de las inmundicias. No vivimos en un jardín al que habría que proteger de la jungla, como proclamaba el alto representante de la UE para asuntos exteriores, sino en un bazar, un gigantesco mercado público en el que literalmente todo es objeto de compra y venta.
Una de las mercancías con las que más se comercia es la dignidad, cuya sobreabundante oferta ha hundido el precio a niveles de saldo. El tráfico de dignidad ha generado un vacío que ha sido ocupado por un ego floreciente, un ego cuya mezquindad ha ido pudriendo todo a su paso, mancillando instituciones y hasta las más nobles causas. El lodazal se extiende. El olor es nauseabundo. La putrefacción transforma las delicias en inmundicias. Como en el cuadro del Bosco, la extravagancia de la realidad la confunde con una imagen onírica.
El cuadro de la derecha representa la plutocracia, una forma particular de autocracia de unos pocos que son quienes deciden el destino de la humanidad. Los pecados que florecen en el bazar de las inmundicias son castigados con una vuelta a la dictadura, si es que alguna vez salimos de ella y no fue todo un sueño. Resulta cuanto menos curioso que el Bosco llenase su infierno de instrumentos musicales en lo que se ha interpretado como una reprobación a la música pagana arraigada en la Antigüedad. Hoy podríamos reinterpretar la presencia de estos instrumentos como un símbolo de la orquesta que ameniza el baile de las marionetas, cuyos hilos son manejados a golpe de mentira, bulos y distorsiones torticeras de los hechos.
El pecado sigue siendo el hilo conductor en esta reinterpretación del tríptico. El paraíso de la democracia, ese “estado social del bienestar” donde el pecado se ocultaba entre las bambalinas, se ha transformado en un bazar inmundo en el que la dignidad ha sido secuestrada cediendo su lugar a un un ego que florece con estridencia. La frustración devora la empatía mientras los valores éticos son sustituidos por antivalores. La desigualdad se desboca, lleva a la exclusión de su mano. La ancianidad, antaño fuente de sabiduría y coherencia ética, se muestra como un obstáculo a allanar o extirpar con la varita mágica de la avaricia disfrazada de liberalismo. En la obra vemos a los avaros cayendo a un pozo de excrementos en los que se aprecian las caras sin expresión de los devorados.
Los ciudadanos bailan al son de la música que les tocan mientras creen equivocadamente que son libres cuando, en realidad, cada vez lo son menos. ¿El castigo? La plutocracia.
La creación del idioceno
La obra del Bosco adquiere tintes magistrales con un último detalle: al cerrarse el tríptico se nos muestra el mundo tras su creación, según es imaginado por las convenciones de la época. Se trata de una tierra plana, exuberante, rodeada por la esfera celeste.
La resonancia con la época actual es inmediata; 25 siglos después de que Eratóstenes de Cirene midiese el diámetro de la Tierra con un 95% de precisión, el imaginario del Idioceno nos ha devuelto al terraplanismo. En esta época del gran absurdo dominada por el egoísmo y la estulticia, conocimiento e ignorancia han sido equiparados para poder ser mezclados y confundidos.
La frontera entre realidad y ficción, entre verdad y mentira, se ha ido difuminando hasta generar la fabulosa distorsión cognitiva y emocional que nos ha sumergido en la gran mascarada en la que vivimos.
Buenísimo
ResponderEliminarYa espabilarán a medida que vaya agotándose la energía disponible
ResponderEliminarMuy acertado este artículo. Una sociedad que baila al son que tocan los que la están destruyendo.
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