El dos engendró el tres. Y el tres engendró las diez mil cosas.
Las diez mil cosas contienen el ying e incluyen el yang.
Alcanzan la armonía combinando ambas fuerzas.
El bellísimo libro clásico del taoísmo Tao Te Ching, escrito en el siglo VI a.e.c. por Lao Tse, es la fuente más antigua donde aparecen el Yin y el Yang, unos conceptos inseparables que simbolizan las fuerzas y caracteres antagónicos, interdependientes y complementarios de cuya danza continuada nace todo cuanto es. No podría existir el yin si no existiese el yang, al igual que no podría haber luz sin oscuridad, día sin noche, cielo sin tierra, espíritu sin forma. Y viceversa. En la semilla del yin reside el yang y en la semilla del yang reside el yin, una dualidad que escenifica el principio de complementariedad a menudo asociado con lo femenino y lo masculino. En el hinduismo también encontramos esta dualidad complementaria que emerge del principio primordial, vinculada de una forma aún más explícita a lo masculino y lo femenino: el Purusha y la Prakriti.
A escala humana es fácil identificar la existencia de dos facetas diferenciadas, contrapuestas y complementarias que también pueden asociarse con lo masculino y lo femenino. En el polo masculino encontramos el deseo de progresar y atesorar triunfos junto a la ambición y el empuje para conseguirlo, además de una acentuada inclinación por la competición para medir fuerza y méritos propios por comparación con los ajenos. En el otro extremo se sitúa el mucho más discreto, empático y compasivo polo femenino, con su tendencia natural a ceder espacio del “yo” para preocuparse del otro, en particular del otro más débil, acompañada de una predisposición natural por los cuidados y la cooperación.
En todas las personas hay un polo femenino y uno masculino, esto es importante tenerlo bien presente. No obstante, y siempre en términos estadísticos, entre los hombres el polo masculino está algo más acentuado que el femenino mientras que en las mujeres ocurre lo contrario. Esta diferencia probablemente tiene un origen biológico asociado a la disposición para la maternidad, y no debería ser fuente alguna de problemas si, a nivel colectivo, ambos polos estuviesen equilibrados. Desafortunadamente este no es el caso: a nivel colectivo, socio-cultural, hay un profundo desbalance hacia el polo masculino, un desequilibrio del que brotan y en el que enraízan muchísimas de las desgracias que llevamos milenios arrastrando.
El origen del desequilibrio colectivo entre ambos polos hay que buscarlo en el machismo, una de las principales manifestaciones de la cosificación de la vida que se consolidó a lo largo del neolítico, que se ha ido desplegando en diversas facetas bajo las que subyace un mismo principio: el supremacismo. Ya sea por razones de sexo, de raza, de nacionalidad, de cultura, de creencias religiosas e incluso de cuenta corriente, la discriminación de unas personas frente a otras sigue siendo no ya moneda común, sino sello distintivo.
Tradicionalmente el feminismo se ha enfocado en los derechos de las mujeres por estar situadas en la primera línea de las víctimas del machismo, pero no debemos olvidar que no son las únicas. Los hombres también son víctimas del machismo, ya sea a través del sufrimiento que provoca constatar la discriminación de madres, esposas e hijas, como por la necesidad que sienten de ahogar su propio polo femenino en un ambiente social machista, asfixiante y enfermo. La burla que provoca en algun@s el llanto de un hombre en público es un ejercicio del machismo que también sufren los hombres.
Se reivindican los derechos de las mujeres y la igualdad de oportunidades, algo que es de justicia pura y dura, pero no siempre somos conscientes de que tanto una cosa como la otra son quimeras en un entorno socio-cultural desequilibrado, en el que el polo masculino tiene acorralado y ninguneado al femenino. Sofocado. ¿Qué clase de derecho es ese que fomenta una educación de la mujer que la lleva a desarrollar su polo masculino de manera anti-natura para estar en condiciones de competir bajo una supuesta “igualdad de oportunidades”? Esto es exactamente lo que ocurre cuando la competitividad, el éxito, el triunfo, la excelencia y la ambición se ponen en el foco del discurso, relegando la empatía, la sensibilidad, la compasión y los cuidados a un segundo y a veces olvidado plano.
La única forma de garantizar derechos e igualdad es potenciando un entorno colectivo neutro, un entorno en el que el alma femenina tenga tanto peso como la masculina. Ni más, ni menos. La paridad no se consigue teniendo el mismo número de hombres y mujeres en los órganos de decisión y poder, sino garantizando que las fuerzas contrapuestas y complementarias de lo masculino y lo femenino están balanceadas a nivel socio-cultural. Es indudable que incrementar la presencia de mujeres en estos órganos es una vía para conseguirlo, pero no hay que subestimar el precio que pagan muchas de esas mujeres para lograr abrirse camino en un mundo basado en reglas masculinas. La aparición de sesgos que obstaculizan el objetivo es inevitable.
El burka se ha venido usando como símbolo de la opresión de la mujer. La imposición por parte del hombre de una vestimenta cuyo objetivo es borrarla de la vida pública, anularla, suele ir acompañada de otras prohibiciones que encarcelan el alma femenina tras unos barrotes. Afortunadamente, y salvo contadas excepciones, en los países occidentales este tipo de imposiciones y prohibiciones son ya cosa del pasado, pero el alma femenina ha seguido encarcelada. El alegre selfi de unas israelíes entre las ruinas de Gaza que ha circulado recientemente por las redes sociales es una muestra en óleo sobre lienzo.
En Tel Aviv se respira el mismo aire de “libertad” (un concepto que merece una profunda reflexión aparte) que en Madrid, París, Berlín, Nueva York o Sídney. Con la excepción de la minoría ortodoxa, las chicas israelíes visten como quieren, salen de copas, tienen relaciones con quienes eligen, deciden su carrera profesional… Sin embargo, y al igual que ocurre con los chicos, muchas son educadas en una visión distorsionada de la realidad que las conduce al supremacismo, y de ahí, a ahogar su tendencia natural por los cuidados, su capacidad empática, su sentido de la compasión, su sensibilidad hacia el prójimo… Mal asunto. Cuando el polo femenino es encarcelado quedamos a merced de poder ser transformados en monstruos. Y es que sólo un monstruo es capaz de encerrar a 2 millones de personas en una pequeña franja de tierra para deshumanizarlas, bombardearlas a placer, matarlas de hambre. Como también hay que ser un monstruo para contemplarlo impasible, sin hacer nada al respecto más allá de declaraciones grandilocuentes que incluyen pretendidas justificaciones que no justifican nada. El horror nunca tiene justificación, su mero intento tan sólo sirve para añadir tintes obscenos.
Vestidas en tonos color violeta en occidente hoy reivindicamos que aún nos falta mucho recorrido en la lucha por los derechos y la igualdad de oportunidades. Lo cual es bien cierto: pese a todos los avances conseguidos en el último siglo nuestra alma femenina continúa subyugada. La infame actitud frente al horror de Gaza o el desenfado con el que nos estamos preparando para una escalada bélica de consecuencias impredecibles, pese a la abundante presencia de mujeres en Bruselas en puestos de muy alta responsabilidad, son una prueba fehaciente.
Necesitamos recuperar el equilibrio perdido y no sólo por las mujeres, sino por todos los seres vivos. El mundo está inmerso en una crisis atroz de pronóstico sombrío, enraizada con fuerza en un egocentrismo despiadado producto de su hiper-masculinización, del que nace toda la gama de supremacismos que nos han traído al borde del abismo.
El alma femenina del mundo continúa llorando en silencio, rota por el dolor. Mientras sus hijas e hijos sigan siendo silenciad@s, sojuzgad@s, transformad@s en monstru@s, masacrad@s… la humanidad no conocerá la paz.
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