Vivimos en la distopía del individualismo, desconectados de la comunidad, de la humanidad, de la vida. Vivimos aislados tras una barrera mental que ha sido erigida invocando el nombre de la libertad en vano, víctimas de una alienación que conduce a la locura.
Cuando el mundo era mágico y comunal
No podemos saber cómo pensaban, cómo sentían e incluso cómo
se organizaban entre sí nuestros antepasados del paleolítico, pero disponemos de
numerosos indicios que apuntan a que la supervivencia de nuestro género sólo
pudo ser posible a través de un profundo sentido de la cooperación, que debió
extenderse hasta ámbitos tan delicados como la crianza. De la comunión de
aquellos humanos con la comunidad dan buena cuenta historias como la de
Benjamina, “la más querida”. Aquella niña heilderbegensis que vivió hace medio
millón de años en la sierra de Atapuerca había nacido con una rara enfermedad
que la hacía ser completamente dependiente, pero consiguió sobrevivir hasta los
11 años gracias a los cuidados de todo el clan.
También en Atapuerca vivió Miguelón hace unos 300.000 años.
Miguelón padeció unas fortísimas infecciones dentales que le impedían comer por
sí mismo, por lo que otras personas del clan tuvieron que masticarle la comida
para alimentarlo. No es el único caso conocido. El fósil desdentado más antiguo
descubierto hasta la fecha se encontró en Dmanisi (Georgia), y tiene una
antigüedad de 1.800.000 años. El desgaste de la mandíbula indica que su
propietario consiguió sobrevivir muchos años sin dientes, teniendo que ser cuidado
por el clan como ocurrió con Miguelón.
Las historias de amor como la de Benjamina o de las personas
ancianas desdentadas tienen tal fuerza, que consiguen iluminar el presente con
esperanza desde las brumas de aquel pasado mágico y comunal.
Postrados ante los dioses
Tras el cambio de época geológica la economía de subsistencia
comenzó a ser reemplazada por un nuevo modelo basado en la agricultura y la
ganadería. Barrió el planeta en unos pocos miles de años como un auténtico tsunami.
La producción de alimentos trajo consigo un concepto inédito que sellará el
devenir de los acontecimientos, los excedentes, punto de arranque de una
revolución industrial que abarcará desde la construcción, la cestería y la
alfarería hasta el dominio de los metales. Los asentamientos crecen y se
multiplican, el comercio se intensifica, y las sociedades humanas experimentan
un enorme progreso material, entendiendo por tal una desconocida abundancia de
bienes variados, e innovadores.
Este progreso material corrió paralelo a la complejidad de la
nueva sociedad, estimulando el ingenio a la par que iba transformando la forma en
la que nos relacionamos con el mundo. La visión comunal fue cediendo el paso a
una perspectiva individualista abonada sobre dos sentimientos muy diferentes, la
ambición y el miedo, que polarizaron a la sociedad. Mientras algunas personas
se convertían en depredadores, cegadas por la codicia, otras debían conformarse
a su suerte para tratar de sobrevivir. Dominio y sometimiento fueron
retroalimentándose entre sí hasta consolidar distintos formatos de jerarquías
de poder, cuyos tentáculos se han extendido hasta el presente.
El pensamiento mágico que se adivina tras las impresionantes
expresiones artísticas de las cuevas rupestres fue siendo desplazado por un
nuevo pensamiento basado en el mito. Sin negar que la violencia fuese
determinante para establecer las jerarquías de poder, los mitos fueron el auténtico
pegamento del flamante orden social, injusto y despiadado. Rota la alianza
paleolítica, en ausencia del cálido sustento de un clan a través de cuyos ojos,
comunales y mágicos, se contemplaba el mundo, la insoportable levedad de la
individualidad arrodilló al ser humano ante los dioses.
La santísima trinidad del
progreso
Tras la revolución científica, Europa se lanza a colonizar el
mundo impulsada por un viejo conocido, la ambición, obteniendo un éxito rotundo
gracias al dominio de una técnica que cada vez es regada con más excedentes de
energía. El pensamiento mítico, que había resistido al nacimiento de la
filosofía, no cede espacio al empuje de la razón. Donde ayer triunfaron las
leyendas de los dioses hoy lo hace el mito del progreso; de un progreso
material, eso sí, como corresponde a la nueva cosmovisión que ha abierto la
puerta de par en par al capitalismo.
Mientras los sentimientos van siendo estigmatizados frente a
la fría razón, la sociedad se resigna al darwinismo social bajo la falacia de las
supuestas bondades que acompañan a una meritocracia que es igual de falsa, pues
la cuna sigue sellando el destino de cada persona. En esta situación, fuimos y
somos educados en la competición, y en un nuevo imperativo categórico que nos
obliga a esforzarnos para desarrollar “talento” y conseguir la “excelencia”. El
mundo se ha convertido en una gigantesca cadena de producción donde todo es
objeto de compra-venta, incluidos los productores humanos que compiten entre sí
a la búsqueda de triunfos individuales. La nueva religión mundana erigida sobre
el mito del progreso se afianza entre nosotros renovando la santísima trinidad,
que recibe nuevos nombres: el emprendedor, el crecimiento y la competitividad.
El uso intensivo de cantidades gigantescas de combustibles
fósiles, energía barata de muy fácil acceso, ha llevado a la humanidad a
experimentar un avance espectacular tanto en demografía como en desarrollo
tecnológico, un avance aplaudido por los altos sacerdotes de la religión del
progreso pese al fracaso de no haber conseguido erradicar las injusticias, el
hambre o la guerra, ni haber anticipado las consecuencias de la frenética
carrera por progresar en términos climáticos, medio-ambientales y de recursos.
Tan sólo hemos empezado a abrir los ojos, entre negaciones y reticencias, cuando
la situación ha comenzado a estallarnos en la cara.
Behind The Wall
En 1979, la icónica banda británica Pink Floyd publicó “TheWall”. Una obra maestra del cuarto arte, la música, a la que pronto siguió una
película homónima al álbum también considerada por crítica y público como una
obra maestra, en este caso del séptimo arte. “The Wall” simboliza el muro que
se va construyendo a lo largo de la vida en nuestra mente forjado por las
experiencias negativas, los convencionalismos sociales, las incertidumbres y
frustraciones, la injusticia y el dolor, la inseguridad y el miedo. Un muro que
aísla, que aleja de los demás, que distorsiona la realidad. Un muro que impide
sintonizar los sentimientos propios con los ajenos mientras no para de
crecer con cada experiencia amarga convertida en otro ladrillo en el muro.
El hormigón armado de esta barrera mental que nos aísla es el
conjunto de creencias compartidas e interiorizadas, la nueva mitología que nos
asegura que el propósito de la vida no es otro que el progreso material,
mientras nos adoctrina en la inevitabilidad del egoísmo y sus bondades para conseguir
progresar a través del misterio trinitario si se cultiva adecuadamente la
ambición. La nueva mitología es la lente a través de la cual contemplamos el
mundo, el traductor e intérprete de todo cuanto vemos y experimentamos. Como en
el juego del prisionero, nos mantiene presos e incomunicados convirtiendo a la
traición en estrategia oportunista.
El muro
mental que nos aísla se proyecta en una multitud de muros exteriores que
ofrecen la falsa sensación de seguridad y pertenencia, potenciando alianzas por
interés. Estas fronteras delimitan grupos de individuos que persiguen objetivos
propios a través de un colectivo, grupos que no están unidos por lazos emotivos
sino por intereses comunes, es decir, por una racionalidad real o pretendida.
En estos grupos la cohesión no es la empatía, la compasión, el altruismo o el
amor, sino un ego colectivo que crece y se refuerza a golpe de miserables
comparaciones con los que se sitúan al otro lado de las fronteras, de
señalamientos alimentados por relatos interesados y, con frecuencia, falsos. El individualismo eleva muros que
fragmentan la sociedad en los unos y los otros sirviendo de alimento al odio
junto a toda su recua de contravalores indeseables. La alienación que produce el ego individualista, ese sátrapa que
ha comenzado a dominar a un yo empequeñecido y ensombrecido es la fuente de la
que brotan el sexismo, el racismo, la xenofobia y la aporofobia. La alienación
es la madre de todas las fobias hacia el que es diferente, además de cuna donde
nacen los múltiples mesías posmodernos que pontifican sus verdades desde los
púlpitos de los mass media.
Hace varios milenios nos adentramos en el desierto del
individualismo, que se ha ido volviendo más árido, seco e inhóspito conforme
más ricos hemos sido en disponibilidad de energía. Como si de una cruel
metáfora se tratase, el derroche irreflexivo de energías fósiles ha ido
fosilizando al “yo”, erosionando sus facetas más sensibles hasta transformase
en puro ego. Como efecto colateral la atmósfera, la hidrosfera, la biosfera y
nuestros propios cuerpos se han transformado en basureros.
El ego individualista ha convertido la palabra “yo” en el mantra
del siglo XXI en Occidente. “Yo”, para afirmarme y reafirmarme. “Yo”, porque me
lo susurra mi ego hinchado. “Yo”, porque me lo exige mi ego humillado. “Yo”,
desde el convencimiento de que si no me preocupo por mí mismo nadie lo hará.
“Yo”, para reclamar mis derechos, gritar mi verdad, señalar a los supuestos culpables
de mis frustraciones, y exigir que “alguien” haga algo para resolver los
problemas que azotan esta jungla humana en la que se ha convertido la
convivencia. Pero se trata de un “yo” ciego, ignorante de que tan sólo es una
triste marioneta que deambula perdida por el idioceno.
El individualismo nos convierte en víctimas de unas
circunstancias que no elegimos ni tampoco controlamos, unas circunstancias que interpretamos bajo
el candil de las creencias en las que hemos sido educados, y hasta adoctrinados por
medio de las conocidas y poderosas estrategias del empoderamiento de la ignorancia. El individualismo nos transforma en polichinelas de la suerte y el
relato. Pero los pontífices de la religión del progreso alimentan la
individualidad aseverando que es sinónimo de libertad, motosierra en mano si
hace falta para hacer más efectivo el relato. Mientras nos instigan a odiar, los
sacerdotes del neoliberalismo utilizan la palabra libertad en vano para
aislarnos y zombificarnos.
¡Qué maldito sacrilegio hacia la vida!
El individualismo es una cruel condición humana que padecemos
en soledad, aislados en la prisión de nuestro muro mental, que conduce a la
locura colectiva.
Continuará.
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